LA REFORMA DE LOS CÓDIGOS CIVIL Y COMERCIAL

Contribuciones para un debate abierto

Desde perspectivas muy diferentes, dos juristas abordan aquí la iniciativa lanzada el año pasado por la Presidenta, sometida a un proceso amplio de discusión para garantizar el mayor consenso posible. Mientras uno de los autores observa algunos aspectos preocupantes, el otro celebra que la Justicia deba dar espacio, finalmente, a los avances registrados en la última década.

Contribuciones para un debate abierto
La reforma de los códigos viene a consagrar y profundizar la política de ampliación de derechos impulsada por el proceso político abierto en 2003.

Foto: Presidencia

A tiempo de corregir errores

Escribe Hugo A. Acciarri *

El proyecto de Código Civil y Comercial enviado al Congreso es un nuevo paso en un camino que se inició durante el gobierno de Raúl Alfonsín, y que transcurrió por cinco propuestas que no llegaron a constituirse en ley. En todo este proceso, puede reconocerse una virtud preliminar: sirvió para promover el debate sobre aspectos jurídicos cruciales. En esta nueva instancia, las repercusiones públicas se concentraron básicamente en el derecho de familia, mientras que otras áreas no despertaron el mismo interés. Parece comprensible: algunos temas, como la regulación de las uniones de hecho o un divorcio alejado de la idea de sanción y orientado hacia la función de remedio, entre otros, parecen más cercanos a la vida cotidiana; otros, suelen verse como cuestiones meramente técnicas. Pero aun con conciencia de ese problema, es posible intentar algunas pinceladas sobre ciertas cuestiones generales.

Para comenzar, la comisión redactora, presidida por Ricardo Lorenzetti, e integrada por Elena Highton y Aída Kemelmajer, eligió una modalidad de trabajo abierta y participativa. Convocó a juristas importantes y se prestó, con amplitud, a recibir sugerencias y opiniones. Sobre esas bases, produjo un texto que elevó al Poder Ejecutivo, que introdujo modificaciones de su propia autoría.

En cuanto al contenido del proyecto, se ha dicho que, mientras las decisiones en derecho de familia muestran una toma de partido definida entre posiciones éticas e ideológicas antagónicas, en el derecho patrimonial la tendencia apunta más bien a soluciones que concitan el consenso de los principales juristas y de la jurisprudencia dominante.

En este campo, algunos hubieran preferido que el proyecto fuera más allá y sentara principios tan generales como la función social de la propiedad o del contrato. Asumen que incluirlos en el texto del Código hubiera favorecido cambios sociales esperanzadores. Esa conclusión no es obvia. No es claro que los jueces vayan a interpretar de un mismo modo —deseable— una directiva tan general. Aun cuando lo hicieran, a mayor amplitud de las directivas, crecería su discrecionalidad. Y ampliar el margen de decisión de los jueces implica conferir mayor peso a un poder de conformación esencialmente no democrática, como el Judicial. Consecuencia que es, por cierto, digna de debate.

Se podría pensar, por oposición, que normas minuciosas plasmarían sin problemas los valores de los legisladores. Pero esto tampoco es así, incondicionalmente. El estudio profundo de la relación entre las normas y los hechos es una asignatura pendiente en la formación jurídica latinoamericana, donde el tema suele relegarse a la intuición o a los argumentos de autoridad. Sin entrar en detalles, no obstante, un cierto balance entre la amplitud de los principios y la precisión de las reglas parece el camino preferible. Y la comisión redactora, saludablemente, transitó por esos carriles.

Las modificaciones del Poder Ejecutivo merecen una atención particular. Más allá de la facultad de pagar en moneda de curso legal las obligaciones contraídas en moneda extranjera (artículos 765 y 766) —probablemente, la única con repercusión pública—, incluyó unas pocas variaciones, pero algunas, sumamente significativas.

En general, todas tienden a reducir derechos. Por ejemplo, se elimina el derecho a recibir información sobre cuestiones ambientales (artículo 240) y el derecho fundamental de acceso al agua potable (artículo 241). Se excluye también el capítulo que regulaba las acciones colectivas (artículos 1745 a 1748). Estas acciones, aun sin una reglamentación legal específica, fueron utilizadas para reclamar por daños ambientales derivados de la minería y de la explotación petrolera, y por vulneraciones a los derechos de pueblos originarios o a los de los consumidores o usuarios.

Más grave todavía es la decisión de excluir al Estado y a los funcionarios públicos de la responsabilidad por daños de derecho común, para dejarla sometida únicamente al derecho administrativo nacional o local. El principio rector del derecho de daños impulsa una tendencia a favorecer a la víctima. El derecho administrativo, al contrario, es un régimen que tiene como sujeto prioritario al Estado. Tales bases, en pocas palabras, conducen a favorecer al dañador, cuando es el Estado quien causa daños. En la práctica, una modificación tal puede presagiar que la familia de una persona fallecida a consecuencia de torturas policiales o por una infección contraída en un hospital público deficientemente equipado deba peregrinar por la burocracia estatal para obtener una indemnización que, además, puede ser incompleta.

Cualquier traba o restricción en este sentido genera un subsidio forzoso desde la víctima o sus deudos hacia el Estado. Ese efecto constituye una política claramente desigualitaria y regresiva: las arcas públicas se forman con las contribuciones de todos los ciudadanos, que aportan una parte de sus ingresos; la familia de una persona muerta y no compensada, sin embargo, en el extremo, aportaría todos los suyos o al menos, una parte adicional, sin ninguna justificación para ello. En una sociedad con bolsones de riqueza concentrada, las víctimas tienden a ser mayoritariamente personas menos favorecidas, lo cual torna la decisión más regresiva aún. Para empeorar, otra de las modificaciones impide a los jueces imponer sanciones conminatorias a las autoridades públicas que no cumplan mandatos judiciales (artículo 804). Todo ese esquema genera los incentivos para que los funcionarios resistan eventuales medidas judiciales de prevención específica —si quedara algún resquicio para las mismas en estos casos— y además, para que procuren instaurar un sistema de derecho administrativo laxo, que los excluya de responsabilidades personales y diluya el impacto de los reclamos en una maraña burocrática. Y reste, por lo tanto, visibilidad a las consecuencias de gestiones negligentes.

Confinar la responsabilidad estatal a un sector del derecho diseñado para dar preeminencia al Estado es una decisión de resultados predeciblemente funestos. Podría pensarse en funcionarios angelicales que, para evitarlo, rediseñaran el derecho administrativo de todas las jurisdicciones en contra de sus intereses como personas y como autoridades. Pero es una posibilidad demasiado optimista y un camino sumamente tortuoso para obtener buenos resultados.

Un reconocido jurista indicaba que estas modificaciones en la responsabilidad estatal implican un retroceso de varios siglos en la evolución del derecho. En cualquier caso, parece que mantenerlas atenta de modo gravísimo contra todo lo que tiene de bueno la iniciativa de reforma y su resultado. Que por cierto, es mucho.

Lo mejor que puede hacerse con los errores, la mayoría de las veces, es corregirlos. El debate legislativo es la oportunidad para hacerlo.

* Doctor en Derecho (UBA), profesor de Derecho Civil (Universidad Nacional del Sur) y conjuez de la Cámara Federal de Apelaciones de Bahía Blanca.

 

Los derechos llegan a la Justicia

Escribe José María Martocci **

“Deberíamos poder entender que las cosas no tienen esperanza y sin embargo estar decididos a cambiarlas” F. Scott Fitzgerald, El Crak Up.

La reforma constitucional de 1994 modificó el derecho argentino. Esto sucedió en varios aspectos, pero principalmente en el cambio de paradigma constitucional que produjo la incorporación de los principales Tratados, Pactos y Declaraciones de Derechos Humanos adoptados por la comunidad internacional de posguerra.

Con ellos, la Constitución Nacional (CN) incorporó el principio de igualdad sustancial o estructural (artículos 37, 43 y 75 incisos 17, 19, 22 y 23), con lo que escapa a la tradicional visión liberal de los derechos, vale decir, una igualdad ante la ley, sin más. A la vez, ese principio saca al Estado de su posición pasiva y lo obliga a la acción positiva para compensar y colocar al desigual en situación de paridad. Lo obliga al diseño y sostenimiento de políticas públicas, con sentido preferente a favor de grupos vulnerables (artículo 75, inciso 23), al tiempo que favorece un amplio acceso a la Justicia (artículos 41, 42 y 43). Así, ingresaron a la Constitución las mujeres y sus derechos a una vida plena como cualquier hombre; los niños y niñas considerados sujetos con autonomía, identidad y voz; los excluidos económicos, los migrantes, las diversidades sexuales, los pueblos originarios, las personas con discapacidad, entre diversos grupos históricamente desaventajados. Amplios contingentes olvidados son ahora parte sustantiva del pacto constitucional e interlocutores del Estado ante su incumplimiento. El derecho les dio subjetividad y estatuto humano frente a la dominación, al poder sin regulación, al despotismo y a las culturas patriarcales.

Pero no sólo entraron por la incorporación de Tratados que los inscriben como sujetos cuando enuncian o revitalizan sus derechos, sino porque principios estructurales de los derechos humanos —como la dignidad, la autonomía, la igualdad, la no discriminación y la protección preferente de toda persona—, verdaderos ejes de interpretación del derecho, son de aplicación inmediata ante cualquier acto u omisión de autoridad pública o de particulares que los desconozcan. Al mismo tiempo, se reconocieron garantías judiciales efectivas y rápidas, así como un acceso más franco a la Justicia de sectores históricamente postergados. La acción de amparo es un ejemplo cabal de esta impronta, dominada por la tutela inmediata de un derecho fundamental violado o amenazado, tanto como las acciones colectivas o el principio democrático y de participación.

Si se buscara la clave de sentido de un proceso tan rico y transformador, debería decirse que el discurso jurídico, político y cultural —ideológico, en suma— de los derechos humanos reconoce en toda persona sin excepción a un sujeto de derechos y dignidad y la coloca en el centro de la protección pública. El Estado, y los jueces en particular, deben asegurarla, y todo el ordenamiento jurídico del país está sujeto a su impronta.

¿Llegaría esta práctica constitucional al Código Civil argentino? ¿Sería capaz el discurso de los derechos humanos de intervenir y resignificar un sistema regulatorio forjado en la modernidad europea, en los valores y bienes del individuo burgués? ¿Sería capaz de sacudir su sentido originario y descentrar al sujeto dilecto de su tutela —de nuevo: el hombre blanco propietario que es libre y que contrata y a cuyo poder es sometido todo— a favor de los sujetos postergados o ajenos a su preocupación? En suma: ¿sería capaz de servir a la emancipación de los grupos históricamente postergados?

Semejante aparato ideológico, símbolo de nuestra civilización cartesiana, emblema de estabilidad normativa y racionalidad jurídica, que durante décadas fue asimilado por generaciones de estudiantes y jueces como lo común y universal del derecho, dando por natural —y moralmente neutral— una práctica fuertemente ideológica, seguramente iba a ser un lugar de resistencia de cosmovisiones y jerarquías tradicionales. Salvo en algunos aspectos del derecho de familia, donde la Convención sobre los Derechos del Niño y su principio de interés superior no pudo ser omitida, la práctica de los tribunales civiles y comerciales era ajena a este desarrollo y raramente podía leerse como fuente determinante de una decisión un tratado internacional o los principios que emanan de ellos. Por eso, sorprende felizmente la iniciativa de reforma en tratamiento en el Congreso de la Nación y poder leer entre sus fundamentos precisamente la inspiración de esta nueva juridicidad constitucional y convencional, así como la puesta a punto de instituciones a partir de los principios que hemos analizado, y que todo se lleve a cabo en el marco de una amplia deliberación pública que incluye múltiples actores, ámbitos y regiones de nuestro país.

Y más allá de las formas definitivas que adopte cada figura, es verdaderamente transformador, e impensable hace unos pocos años, que la comisión reformadora parta de una “identidad cultural latinoamericana” —frente a la rústica implantación europea que significó el Código Civil de Vélez Sarsfield, aprobado a libro cerrado—, del paradigma no discriminatorio y de la igualdad, incorporando nuevos sujetos, para una sociedad multicultural, diversa y pluralista; que prefiera un lenguaje claro y aceptado que facilite su lectura y su acceso a todos; que fije reglas de interpretación que colocan a la Constitución y a los derechos humanos como fuentes principales; que entienda al derecho como un sistema superador de la “ley” y de un juspositivismo vetusto, basado en principios y reglas y en una argumentación jurídica razonable que tenga al contenido valorativo de los Tratados como relevante y que en ellos deba encontrar fundamento; que en igual sentido se incorporen los principios de buena fe, de lealtad, de abuso de posición y de desigualdad estructural, propios del derecho de usuarios y consumidores y de la mejor tradición del derecho privado; que se regulen las acciones colectivas a partir de la práctica constitucional de la Corte Nacional liberando la defensa de los derechos fundamentales de la noción de “derecho subjetivo”; que haga lugar a cambios trascendentales en el derecho de familia donde entran de lleno la Convención sobre los Derechos del Niño, la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer y la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, de forma tal que, allí donde regían dogmas o moralidades sectoriales y la naturalización de relaciones de dependencia y dominio, ahora rija una dinámica de personas con dignidad y derechos y en igualdad.

Los derechos humanos son la respuesta que este tiempo supo encontrar frente a la barbarie, frente al desarrollo desalmado e injusto, frente a toda organización humana que no conciba a las personas como prioridad, como fin, como sentido último. Todo indica que se abren paso, también en el Código Civil.

** Abogado. Director de la Clínica Jurídica de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.


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