PASADAS LAS ELECCIONES, EL GOBIERNO MANTIENE LA INICIATIVA

Una nueva etapa, el mismo proyecto

Cuando la prensa hegemónica y algunos opositores especulaban sobre la salud de la Presidenta y daban por concluido el ciclo político iniciado en 2003, el kirchnerismo demostró una vez más por qué sigue dominando el escenario político.

Una nueva etapa, el mismo proyecto
En su reencuentro con la militancia, Cristina Kirchner reivindicó la importancia de la soberanía energética, industrial y alimentaria.

Foto: Télam 

A pocas horas del cierre de los últimos comicios legislativos, los operadores mediáticos más influyentes de la Argentina sacaban conclusiones inapelables: “El kirchnerismo ha concluido anoche como ciclo político”, decía Joaquín Morales Solá en La Nación. Su colega Carlos Pagni era terminante y hablaba de “infarto definitivo”, mientras Julio Blanck, desde Clarín, sostenía: “Lo que ganó es la voluntad de cambio, el rechazo social a una forma de conducir los asuntos públicos de manera cerrada y conspirativa, y de entender la política como la exasperación constante y el aniquilamiento del adversario, convertido en enemigo por una lógica que aborrece de los matices y desconoce la tolerancia”. En el mismo diario, Eduardo van der Kooy argumentaba que “la derrota —o el derrumbe— se conoció anoche pero se vino edificando desde hace mucho tiempo”.

Transcurría junio de 2009. Las elecciones legislativas de medio término no arrojaban los resultados esperados por el Frente para la Victoria, que resignaba 10 bancas en la Cámara de Diputados y dependería de la voluntad opositora para la formación de quorum. Se abría así un período de incertidumbre en el Congreso, mientras los triunfadores de las urnas se repartían las comisiones legislativas y comenzaban a soñar con la Casa Rosada. Apenas dos años más tarde, Cristina Fernández de Kirchner sería reelecta con 54% de los votos, a 37 puntos de su inmediato seguidor, el caprilista Hermes Bobinner.

En la mañana del pasado 28 de octubre, con el auxilio de recursos tipográficos y visuales, las tapas de la prensa hegemónica ungían al intendente de Tigre como el triunfador de nuevas elecciones de medio término. Con ingenio periodístico, el opositor Buenos Aires Herald titulaba a cinco columnas: “Many victories but one winner: Massa” (Muchas victorias, pero un ganador: Massa). Morales Solá, que no tiene pudor en copiarse a sí mismo ni lectores que le pidan explicaciones, afirmaba desde La Nación: “Los argentinos decidieron ayer cerrar el ciclo político kirchnerista”. Y agregaba: “Una forma de gobernar, signada por el autoritarismo y la pertinaz insistencia en los fracasos, fatigó a una clara mayoría social”. Van der Kooy, en tanto, cerraba su análisis sobre la “peor derrota del Gobierno en una década” con una reflexión: “Ha quedado claro, desde anoche, que un ciclo político se apresta a concluir en la Argentina. Está mucho menos claro, en cambio, el ciclo que debe comenzar”.

Los analistas de esos medios exhibían tres preocupaciones centrales: enfatizar la derrota del Gobierno, poner en duda la posibilidad de que Cristina Fernández siguiera gobernando y consagrar a un sucesor. Excitados por el combo, algunos imaginaron que la ecuación podía resolverse en una reunión de directorio e incluso algunos referentes políticos y gremiales se lanzaron sin red a suscribir hipótesis que oscilaban entre el absurdo y el golpe de estado. Entretanto, Mauricio Macri marcó la cancha la misma noche de la elección. No sólo proclamó su candidatura; confirmó que el acuerdo implícito con Massa había expirado. A juzgar por las evaluaciones que hacen sus amigos de la prensa, necesitará algo más que un cómico, un árbitro, un marcador de punta y un chacarero desbocado para atravesar la Plaza de Mayo.

Conocido el dictamen de los medios, parece casi ocioso ensayar reflexiones o evaluar los números de una elección que ha ingresado rápidamente en el pasado. Aun así, quizás interesen algunas anotaciones al margen. El oficialismo, en efecto, perdió en los cinco distritos con más electores. En la provincia de Buenos Aires —donde el massismo absorbió muchos de los votos que en las primarias había obtenido Francisco De Narváez—, el Frente para la Victoria obtuvo exactamente el mismo porcentaje que hace cuatro años, 32,18%, e igual número de diputados. En la Ciudad de Buenos Aires, aunque perdió a su senador, duplicó sus votos y triplicó el de sus diputados; en cambio, las fuerzas que hoy integran Unen y Camino Popular habían obtenido en 2009, en configuraciones diferentes, 210.000 sufragios más que ahora. Tanto en Córdoba como en Santa Fe, el FPV duplicó el número de diputados electos; finalmente, mantuvo el suyo en Mendoza, aunque el porcentaje de votos mejoró 6 puntos. Como resultado, el Gobierno mantiene quorum propio en Diputados y mayoría en Senadores, con lo que escapa del riesgo de una parálisis parlamentaria.

Instalada la supuesta derrota en los medios hegemónicos, y no verificada la hipótesis del derrumbe inexorable, comenzaron a tejerse especulaciones sobre el retorno de la Presidenta. Entre ellas, sólo había lugar para dos opciones: la impotencia o la obcecación; ambas se vieron desmentidas en pocas horas. La renovación del gabinete y la ratificación de los grandes objetivos económicos (ver aparte), los cambios en la estrategia comunicacional y en la dinámica de la gestión, la reapertura del diálogo con los actores económico-sociales y con las administraciones provinciales, junto a anuncios que dan cuenta de la importancia que se otorgará a la inversión en las áreas de energía, transporte y producción, evidenciaron nuevamente por qué el kirchnerismo ocupa sin competencia desde 2003 el centro de la escena política.

Su convicción e iniciativa no sólo le permitieron sostener la pulseada con la corporación mediática por la ley de medios, hoy ratificada por la Corte Suprema (ver páginas centrales), aguantar a pie firme las ofensivas internas y externas dirigidas a legitimar las demandas de los fondos buitre o boicotear la nacionalización de YPF, una estrategia convalidada por el acuerdo con Repsol. También abrieron paso a estrategias dirigidas a atender demandas postergadas de los sectores medios, como el plan Procrear, o al incipiente comienzo de una reforma tributaria de mayor alcance con la decisión de gravar una parte de la renta financiera y con la imposición de alícuotas diferenciales para la adquisición de ciertos bienes suntuarios.

Cuando Cristina Fernández, en su discurso del 20 de noviembre, planteó la necesidad de un amplio acuerdo político que ratificara la importancia de preservar y robustecer la soberanía energética, industrial y alimentaria, sabía perfectamente de qué hablaba. Recientes sondeos de opinión demuestran que las políticas desarrolladas por el Gobierno tienen un consenso aún más alto que la imagen de la Presidenta, de por sí alta. Sin embargo, por errores propios o ajenos, por la propia naturaleza competitiva del sistema político o las dificultades para leer la coyuntura regional e internacional de quienes ignoran las complejidades de la gestión, las coincidencias objetivas que generaron algunas de las apuestas de estos años no han cuajado aún en una coalición estructural capaz de garantizar su irreversibilidad en el largo plazo. Es la tarea pendiente en el terreno político organizacional.

Según lo plantean los ideólogos de la prensa corporativa —verdadero think tank de la oposición—, la idea de que el recambio institucional fortalece la democracia es, lisa y llanamente, una falacia. En condiciones que garantizan la supremacía política y económica de los actores que lo encarnan, el neoliberalismo ha tenido siempre especial interés en que gobiernos de distinto signo político ratificaran sus grandes líneas estratégicas. Ocurrió, sin ir más lejos, con el menemismo y la Alianza, algo así como la tragedia y la farsa.

Del otro lado del kirchnerismo —e incluso de esa coalición no consumada que podría integrar a alguna izquierda, otros sectores del radicalismo, cierto progresismo y actores económicos y sociales con los que aún hay diferencias, a veces poco razonables—, no están justamente la equidad, la democracia en estado puro, el crecimiento y la producción. Lo que está puesto en cuestión no son los errores y debilidades del proyecto que comenzó a construirse en 2003, sino sus virtudes, sus logros y las profundas transformaciones que impulsó y sostuvo.

El referido concepto de soberanía devino por completo extraño al sistema político a partir del golpe de mercado de 1989, que permitió imponer sin mediaciones el programa máximo del Consenso de Washington. Esas premisas no han desaparecido y los actores capaces de ejecutarlas tampoco se han retirado de la vida pública.

Hace unos meses, en pleno asedio de los fondos buitre, César Deymonnaz publicaba en Clarín una columna en la que, además de pregonar la buena letra con el capital, advertía que “Argentina va en camino hacia la encrucijada de un fuerte ajuste que debe hacerse tarde o temprano” y se preguntaba piadosamente acerca de si trabajadores, ahorristas, jubilados e inversores deberán pagar los “platos rotos” de lo que llama “experimento económico”. Deymonnaz fue subsecretario de Servicios Financieros durante el gobierno de la Alianza. Antes, había pasado por los bancos Chase Manhattan, Manufacturers Hanover Trust —dos de los principales acreedores de la deuda externa argentina— y ABN AMRO. Durante los mismos años en que se desempeñaba en el Estado, trabajaba para el Citibank, como vicepresidente y jefe de “recuperación de activos”.

A fin de septiembre, Macri asistía a la celebración del centenario del Colegio de Abogados de Buenos Aires, un reducto en el que, según afirma Ámbito Financiero, reclutó funcionarios y proyectos. El jefe de Gobierno, dice el mismo diario, ocupó la mesa principal junto a su esposa y el presidente del Colegio, Máximo Fonrouge, cuyo estudio patrocina importantes causas contra el Estado. Entre la concurrencia, había ministros macristas y dirigentes empresarios —como los titulares de la Asociación Empresaria Argentina, que agrupa a los más grandes capitalistas del país, y de la Sociedad Rural—, pero también el impoluto diputado radical Ricardo Gil Lavedra.

La Justicia argentina investiga, sin demasiada celeridad ni convicción, las denuncias sobre lavado de dinero formuladas por Hernán Arbizu, un ex ejecutivo del JP Morgan —fusionado con el Chase Manhattan en 2000—, que gestionaba las transferencias a paraísos fiscales de importantes grupos nacionales, como Clarín y Blaquier. Como sucede con todas las entidades financieras, el JP Morgan Chase es asesorado por grandes estudios de abogados. Uno de ellos es el de Gil Lavedra, más allá de la representación legal que ejerce Roberto Durrieu, ex subsecretario de Justicia del dictador Jorge Rafael Videla. Otro que ejerce su defensa es el estudio Pérez Alati, Grondona, Benites y Martínez de Hoz, que ha patrocinado a varias firmas extranjeras que litigaron contra el país en el CIADI.

Hace dos décadas, en junio de 1993, Carlos Menem otorgaba la Orden de Mayo al banquero William Rhodes, vicepresidente del Citicorp, el grupo madre del Citibank, y a David Mulford, ex subsecretario para Asuntos Internacionales para Asuntos Internacionales del Tesoro de los Estados Unidos, que antes, durante y después del ejercicio de ese cargo trabajó para la banca. Ambos, decían sendos decretos, se habían hecho acreedores al “honor y reconocimiento de la Nación”.

Guillermo Wolff


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