EL FALLO DE LA CORTE POR LA LEY DE SERVICIOS DE COMUNICACIÓN AUDIOVISUAL
Un paso hacia un país más diverso y plural
El dictamen de constitucionalidad no tiene sólo una dimensión económica y política. Como señaló el juez Eugenio Zaffaroni en su voto, impactará de lleno en la modelación de la identidad cultural de los argentinos. Aunque la sentencia del tribunal premia la voluntad política del Gobierno, la victoria pertenece a una sociedad movilizada para imponer el derecho a la comunicación, por delante y por encima de la propiedad privada.
En el grupo Clarín, como en cualquiera de los grandes conglomerados mediáticos, ideología y rentabilidad van de la mano y ambos tienen su anclaje material en la concentración y la convergencia tecnológica.
Foto: Télam
En el enconado clima a que dio lugar el fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), los columnistas más conspicuos de la prensa de negocios consideraron esa decisión, juntamente con la recuperación de los fondos previsionales y la expropiación de la mitad de YPF, como parte del gradual avasallamiento de la propiedad privada que, acusan, viene perpetrando el Gobierno. Pero el dictamen de constitucionalidad de la ley de medios no tiene sólo una dimensión económica y política ya que, como lo señaló el juez Eugenio Zaffaroni en la fundamentación de su voto, sus consecuencias impactarán de lleno en la modelación de la identidad cultural de los argentinos. De ahí que la larga resistencia encabezada por el grupo Clarín y apoyada por la mayoría de los políticos opositores se sustenta en un complejo entrecruzamiento de intereses económicos e ideológicos, en el que uno y otro componente se alimentan mutuamente.
Desde diversas fuentes, tanto adversas como favorables a la ley, se ha señalado lo supuestamente erróneo de la estrategia jurídica del grupo Clarín, que se concentró casi exclusivamente en convencer a los jueces de la relación de causalidad que habría entre la independencia política y la capacidad económica del grupo, que invocan como decisiva para protegerlo de los ataques del poder político a la prensa. De modo que por esta tortuosa vía discursiva, la cuestión de la propiedad como bien supremo adquirió una centralidad excluyente en la argumentación esgrimida para rechazar la resolución de la Corte, y subyace en la frondosa retórica en torno a la libertad de prensa como pilar de la democracia y el papel de los medios en el control de “los excesos” del poder político, lugar común universal que martillan a diario Morales Solá y Van der Koy.
Es que, si por una parte la propiedad de una extensa red de medios gráficos y audiovisuales le permite al holding un amplio dominio en la producción, distribución y comercialización de la información, con la consecuente capacidad de instaurar determinados contenidos políticos e ideológicos, su razón de ser en términos de rentabilidad empresaria radica fundamentalmente en Cablevisión, que por su concurrencia con otras empresas del grupo ha sido afectada de lleno por las disposiciones antimonopólicas de la LSCA. A propósito de esto, algún comentarista ha opinado que a Magneto y Cía. le importa más Cablevisión que todo el resto de sus empresas. Ese supuesto se alimenta también en el sorprendente fracaso del multimedio —pese a su mentada potencia para modelar la opinión pública y para conducir al conjunto de la oposición—, no ya en desplazar a Cristina Fernández, que fue sin duda el objetivo mayor, sino en prolongar el pleito hasta 2015, por lo menos, sin siquiera acatar la disposición de la AFSCA de incluir en su grilla de cable la señal pública para niños Pakapaka ni aceptar el desplazamiento de TN del canal 11 al 3, como una demostración de poder por parte de la corporación que no guarda proporción con la magnitud de esas medidas.
En el grupo Clarín, como en cualquiera de los grandes conglomerados de la industria de la comunicación ideología y rentabilidad van de la mano y ambos tienen su anclaje material en la concentración y la convergencia multimedia. En América latina, ni el grupo Clarín, ni Televisa de México, ni la cadena Cisneros de Venezuela ni el Grupo O Globo de Brasil, por ejemplo, son ya empresas periodísticas familiares como las que persistieron hasta mediados del siglo XX sino grandes grupos económicos estrechamente vinculados al sector financiero local e internacional (como Clarín y La Nación), que se beneficiaron con las dictaduras militares y luego crecieron exponencialmente al amparo de las reformas de mercado de los ‘90, que les permitieron incorporar, aún desde un lugar periférico, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. La expansión financiera de estas empresas, muchas de ellas con participación de fondos de inversión y con intereses en bancos, industria inmobiliaria y agropecuaria, compañías de seguros, administradoras de fondos de pensión, servicios de variada índole y otros negocios alejados de lo propiamente periodístico, creó una contradicción insalvable con el papel de la prensa, adjudicado y autoadjudicado, de control de los excesos del poder político y de expresión democrática de la ciudadanía. En los hechos, la base financiera de los grandes medios de comunicación de masas, así como la formidable concentración y convergencia mediática, tecnológica y profesional que alcanzaron, los transformó en representantes del capital más concentrado y acentuó su predominancia en la formación del mundo simbólico de las sociedades emergentes de un capitalismo en crisis.
Difusores de las posiciones más retrógradas en todos los campos, y en permanente campaña para exacerbar valores en extremo individualistas, el núcleo central de su prédica es el odio y el miedo, en torno de los cuales definen al enemigo público, que es el otro, el extraño, el que amenaza mi propiedad, mi seguridad, mi vida, ya se trate de los pobres, de los delincuentes o de los que viven bajo cualquier forma de marginación del mercado; todos se equiparan en tanto son gente que me produce zozobra, incertidumbre, miedo, y finalmente odio y desprecio. Y el Gobierno, en lugar de defender a las clases propietarias, les quita lo suyo para darles a los otros, ya sea la Asignación Universal, los servicios subsidiados o las computadoras escolares.
Los diarios, la televisión, las radios, las redes sociales, refuerzan a toda hora esta cultura del peligro, alrededor de la cual se organiza la sociedad modelada por el capitalismo financiero.
En estos días de intenso debate, se ha dicho que la ley de medios no es un triunfo del Gobierno sino del Estado, en tanto que, pese al enorme poder acumulado por los conglomerados de la comunicación, acostumbrados a someter a los gobiernos a sus intereses corporativos, esta vez se impuso la autoridad democrática del Estado y sus tres poderes constitucionales. En parte, esto es un error. Aunque no hay duda de que la vigencia plena de la ley de medios es en lo político un triunfo del Gobierno, es ante todo un triunfo de la democracia, de esta democracia que construimos entre todos y, por lo tanto, le pertenece a una sociedad múltiple, diversa, plural, que demostró una potente capacidad de movilización para imponer un derecho humano y social fundamental, como es el derecho a la comunicación, por delante y encima de la propiedad privada.
Dardo Castro
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