CRECIENTE CUESTIONAMIENTO A LAS PETROLERAS
Los contaminadores deben pagar
Para la autora, los beneficios astronómicos que estas empresas obtienen no pueden continuar vertiéndose en las arcas privadas. Hay que instar, en cambio, a que ayuden a desplegar las tecnologías limpias y las infraestructuras que permitan ir más allá de estas fuentes de energía peligrosas y ayuden a combatir el cambio climático.
En la era del fundamentalismo de mercado, han aumentado las emisiones de efecto invernadero.
Por Naomi Klein *
Las ganancias de las compañías de combustibles fósiles son moralmente ilegítimas. La sociedad tiene derecho a apropiarse de esas ganancias para corregir el desorden que han provocado.
Las empresas de combustibles fósiles, que desde hace tiempo son tóxicas para nuestro entorno natural ¿están volviéndose tóxicas también para el entorno de las relaciones públicas?
Cuando llegó la llamada de que la Universidad de Glasgow había votado desprenderse de su dotación de 153 millones de libras de las compañías de combustibles fósiles, me encontraba en una habitación llena de activistas por el clima en Oxford. Inmediatamente irrumpieron en aplausos. Hubo un montón de abrazos y algunas lágrimas. Se trataba de algo grande, la primera universidad de Europa que hacía un gesto como éste.
Al día siguiente hubo más celebraciones en los círculos climáticos: Lego anunció que no renovaría su relación con Shell Oil, un largo acuerdo de marca compartida que hacía que los niños llenaran sus vehículos de plástico en las gasolineras Shell de juguete. “Shell está contaminando la imaginación de nuestros niños”, declaraba un video de Greenpeace que alcanzó gran difusión en la red con más de 6 millones de visitas. Actualmente se está presionando a la Tate Modern de Londres para que corte la larga relación del museo con BP.
¿Qué sucede? Las empresas de combustibles fósiles, que desde hace tiempo son tóxicas para nuestro entorno natural ¿están volviéndose tóxicas también para el entorno de las relaciones públicas? Eso parece. Galvanizados por la investigación de la Iniciativa de Rastreo de Carbono, que demostraba que estas empresas tienen muchas más reservas de carbono de las que nuestra atmósfera puede absorber de forma segura, el ayuntamiento de Oxford, Inglaterra, ha votado desinvertir; también lo ha hecho la Asociación Médica Británica.
A nivel internacional, hay cientos de campañas activas de desinversión de combustibles fósiles en los campus universitarios, así como las dirigidas a los gobiernos municipales, fundaciones sin fines de lucro y organizaciones religiosas. Y las victorias van siendo cada vez más grandes.
En mayo, por ejemplo, la Universidad de Stanford, en California, anunció la desinversión de su dotación de 18.700 millones de dólares procedente del carbón. Y en la víspera de la cumbre climática de Naciones Unidas de septiembre, en New York, una parte de la familia Rockefeller, un nombre sinónimo de petróleo, anunció que iba a desprenderse de las participaciones de su fundación en combustibles fósiles y ampliar sus inversiones en energías renovables.
Algunos observadores se muestran escépticos. Señalan que nada de esto va a perjudicar a las empresas del petróleo o del carbón —otros inversores se apoderarán de sus existencias y la mayoría de nosotros continuará comprando sus productos. Al fin y al cabo nuestras economías siguen enganchadas a los combustibles fósiles y las opciones asequibles de renovables están demasiado a menudo fuera de alcance. Así pues, estas batallas respecto a inversiones y patrocinios en combustibles fósiles ¿son sólo una farsa? ¿una manera de limpiar nuestras conciencias, pero no el ambiente? Esta crítica pasa por alto el poder más profundo y el potencial de estas campañas. Fundamentalmente todas apuntan a la legitimidad moral de las compañías de combustibles fósiles y de los beneficios que generan. Este movimiento está diciendo que no es ético asociarse con una industria cuyo modelo de negocio se basa en desestabilizar a sabiendas los sistemas de soporte de la vida del planeta.
Cada vez que una nueva institución o marca decide cortar sus vínculos, cada vez que se hace público el argumento de la desinversión, se refuerza la idea de que los beneficios de los combustibles fósiles son ilegítimos, que “estas industrias son actualmente industrias canallas”, en palabras del autor Bill McKibben. Y esta ilegitimidad es la que tiene el potencial de romper el punto muerto de una acción climática significativa. Porque si esos beneficios son ilegítimos y esta industria es ruin, ello nos lleva un paso más cerca del principio que lamentablemente ha faltado en la respuesta climática colectiva hasta el momento: El que contamina paga.
Tomemos los Rockefeller. Cuando Valerie Rockefeller Wayne explicó su decisión de desinvertir, dijo que precisamente porque la riqueza de su familia se hizo a través del petróleo tenían “una mayor obligación moral” de utilizar esta riqueza para detener el cambio climático.
Eso es, en pocas palabras, la esencia del principio de “el que contamina paga”. Sostiene que cuando la actividad comercial crea un daño considerable a la salud pública y al medio ambiente, los contaminadores deben asumir una parte significativa de los costes de reparación. Pero no puede limitarse a las personas y las fundaciones, ni el principio cumplirse de forma voluntaria.
Tal como exploro en mi libro Esto lo cambia todo, las empresas centradas en los combustibles fósiles se han comprometido desde hace más de una década a utilizar sus beneficios para hacer la transición fuera de la energía sucia. BP se ha rebautizado a sí misma como “Beyond Petroleum” —para luego desentenderse de las energías renovables y apostar por los combustibles fósiles más sucios.
Richard Branson se comprometió a gastar 3.000 millones de dólares de las ganancias de Virgin para encontrar un combustible verde milagroso y luchar contra el calentamiento global, para luego disminuir sistemáticamente las expectativas mientras aumentaba significativamente su flota de aviones. Es evidente que los contaminadores no van a pagar por esta transición a menos que se vean obligados a hacerlo por ley.
Hasta principios de los años 80 había todavía un principio rector de la legislación medioambiental en América del Norte. El principio no ha desaparecido totalmente —es por ello que Exxon y BP se vieron obligados a hacerse cargo de una gran parte de las facturas después de los desastres del Valdez y Deepwater Horizon.
Pero desde que la era del fundamentalismo de mercado se afianzó en la década de 1990, las normas y las sanciones directas a los contaminadores han sido sustituidas por un giro hacia la creación de mecanismos de mercado complejos e iniciativas voluntarias para minimizar el impacto de la acción medioambiental de las empresas.
Cuando se trata del cambio climático, el resultado de estas supuestas soluciones que benefician a todos ha sido una doble pérdida: las emisiones de efecto invernadero han aumentado y el apoyo a muchos tipos de actividades a favor del clima se ha reducido, en gran parte porque las políticas se perciben —correctamente— como una forma de pasar los costes a los ya sobrecargados consumidores mientras que los grandes contaminadores corporativos se salen de rositas.
Es esta cultura del sacrificio desigual la que tiene que acabarse y los Rockefeller, curiosamente, muestran el camino. Gran parte del trust Standard Oil, el imperio que John D. Rockefeller cofundó en 1870, se convirtió en Exxon Mobil. En 2008 y 2012 Exxon obtuvo alrededor de $ 45 mil millones en beneficios, lo que sigue siendo el mayor beneficio anual jamás registrado en los EE.UU. por una sola compañía. Otras compañías derivadas de Standard-Oil incluyen Chevron y Amoco, que más tarde se fusionarían con BP.
Los beneficios astronómicos que estas empresas y sus cohortes siguen obteniendo de la excavación y la combustión de combustibles fósiles no pueden continuar vertiéndose en las arcas privadas. Hay que instar, en cambio, a que ayuden a desplegar las tecnologías limpias y las infraestructuras que nos permitan ir más allá de estas fuentes de energía peligrosas, así como a que nos ayuden a adaptarnos al mal tiempo en el que nos encontramos ya encerrados.
Un impuesto mínimo sobre el carbono cuyo precio puede ser transmitido a los consumidores no puede sustituir a un verdadero encuadramiento de “quien contamina paga”, no después de que décadas de inacción han hecho el problema inconmensurablemente peor (la inacción garantizada, en parte, por un movimiento de negación del cambio climático financiado por algunas de estas mismas corporaciones).
Y ahí es donde entran estas victorias aparentemente simbólicas, desde Glasgow a Lego. Los beneficios del sector de los combustibles fósiles, obtenidos a base de tratar, a sabiendas, nuestra atmósfera como un vertedero de aguas residuales, no pueden ser vistos únicamente como tóxicos —algo de lo que se distanciarán naturalmente las instituciones con mentalidad pública. Si aceptamos que esos beneficios son moralmente ilegítimos, también deben ser vistos como odiosos —algo que puede reclamar la propia sociedad, a fin de arreglar el desastre que estas empresas han dejado, y continúan dejando, atrás.
Cuando esto suceda, por fin comenzará a levantarse la sensación generalizada de desesperanza frente a una crisis tan amplia y costosa como el cambio climático.
* Naomi Klein es autora, entre otros libros, de La doctrina del shock y No Logo.
Publicado en Sin Permiso.
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