LA PRISIÓN PERPETUA A MENORES DE EDAD

Condena a los que condenan

La Corte Interamericana de Derechos Humanos cuestionó a la Argentina por la aplicación de penas que violan las convenciones internacionales y le reclamó que ajuste la legislación penal a esos estándares.

Condena a los que condenan
Las penas cuestionadas por la CIDH fueron aplicadas en una época en que la sociedad y los medios pedían “mano dura”.

Foto: Télam

Durante la primavera de 1996, se sucedieron varios robos en el barrio porteño de Villa Devoto. Uno de ellos terminó con la vida del asaltado. En enero de 1997, la Policía Federal enfrentó al grupo presuntamente responsable de aquellos delitos, mató a uno y detuvo a dos. Todos menores de edad. Quedaron presos Lucas Matías Mendoza y Claudio David Núñez. El primero tenía 16 años y el segundo, 17.

El juicio se llevó a cabo en una época en que la sociedad y los medios que la informan radicalizaron su discurso pidiendo “mano dura” como instrumento para derrotar a la inseguridad. La sentencia se dictó en 1999, poco después de la masacre de Ramallo y al tiempo que el candidato a gobernador bonaerense Carlos Ruckauf proponía “meter bala a los delincuentes” como política de Estado.

El Tribunal Oral de Menores N° 1 de la Capital Federal, integrado por los jueces Marcelo Arias, Eduardo Albano y Claudio Gutiérrez de la Cárcova condenó a Mendoza y Núñez, entonces de 18 y 19 años respectivamente, a prisión perpetua. La pena fue confirmada por la sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal.

Los condenados recorrieron distintas dependencias del Servicio Penitenciario Federal. Padecieron todo lo que habitualmente se padece en los lugares de encierro argentinos. Durante muchos años, no sabían si algún abogado se ocupaba de sus casos. Núñez, luego de 15 años a la sombra, no pudo terminar la escuela secundaria. Mendoza, que ingresó al penal con visión en un solo ojo, recibió un golpe en el otro que le provocó desprendimiento de retina y quedó ciego.

La Convención sobre los Derechos del Niño, que Argentina ratificó por ley en 1990 e incorporó a la Constitución nacional en 1994, dispone en su artículo 37, entre otras garantías: “Ningún niño será sometido a torturas ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. No se impondrá la pena capital ni la de prisión perpetua sin posibilidad de excarcelación por delitos cometidos por menores de 18 años de edad. (...) La detención, el encarcelamiento o la prisión de un niño se llevará a cabo de conformidad con la ley y se utilizará tan sólo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda.”

El debate radica en determinar si en el juicio a Núñez y Mendoza se respetó la Convención, en saber si las penas a prisión perpetua a ellos, que cuando delinquieron eran menores de edad, son legítimas o no

Los jueces del caso dicen que sí porque según el régimen penal argentino los jóvenes penados a prisión perpetua, al igual que los adultos condenados con esa misma sanción, pueden obtener la libertad condicional luego de cumplir veinte años de cárcel efectiva. No habría, según ellos, infracción alguna a la Convención citada.

Nosotros pensamos que no porque la concesión de la libertad condicional, que está sometida a una serie de requisitos cuyo cumplimiento depende de los informes que el Servicio Penitenciario Federal envíe al Juez de Ejecución Penal respectivo, recién procede luego de cumplidos 20 años de prisión.

Imaginemos por un instante qué puede quedar de la vida de una persona que ingresó a la cárcel cuando tenía 18 y permaneció en ella, conviviendo cotidianamente con los abusos, la arbitrariedad y la violencia, los 20 años más vitales de su vida.

Como vimos, durante ese período Núñez no logró terminar el secundario y Mendoza quedó ciego. Éste redactó en 2011 una carta que decía: “Me resulta difícil explicar con palabras lo que siento, lo que pienso. (...) La mayoría de los elementos que hacen a una vida normal, uso de celulares, internet, los conozco en forma indirecta, por comentarios. Mi vida se quedó en el tiempo, me siento una persona totalmente disocializada”. Otros tienen menos (o más) suerte y —como Ricardo David Videla Fernández, de 20 años de edad, alojado en la Penitenciaría de Mendoza—, aparecen ahorcados dentro de una celda.

El caso de los tres menores nombrados, más los de César Alberto Mendoza y Saúl Roldán Cajal, de la mano de la Defensora Oficial de la Nación Stella Maris Martínez y con el apoyo de la Procuración Penitenciaria, llegaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El tribunal, que falló el 14 de mayo pasado, sostuvo que “las penas privativas de libertad perpetuas, por su propia naturaleza, no cumplen con la finalidad de reintegración social de los niños”. Y consideró que la Justicia argentina había vulnerado la Convención de Derechos del Niño. “Este tipo de penas implican la máxima exclusión de los niños de la sociedad, de tal manera que operan en un sentido meramente retributivo, pues las expectativas de resocialización se anulan”, afirmó.

A la Corte no le resultó indiferente que en la Argentina rija aún la ley 22.278, llamada Régimen Penal Juvenil, sancionada durante la dictadura cívico-militar, que desconoce derechos y garantías fundamentales de las personas menores de edad y permite privaciones ilegítimas de libertad a menores de 16 años. Sentenció que el país “debe ajustar su marco legal a los estándares internacionales en materia de justicia penal juvenil” y “asegurar que no se vuelva a imponer prisión perpetua a quienes hayan cometido delitos siendo menores de edad.”

Ésta no ha sido la única sanción que los órganos internacionales de derechos humanos han impuesto a la Argentina. El historial es largo: el famoso caso Bulacio, en el que el Poder Judicial lisa y llanamente no actuó ante la barbarie policial; el caso Forneron, en el que se comportó irregularmente ante la entrega en adopción de una niña sin el consentimiento paterno; el caso Furlan, en el que ordenó el pago con bonos depreciados de una indemnización debida a un discapacitado grave; el caso Mohamed, en el que una persona fue privada ilegítimamente del acceso a la Justicia; el caso LMR, también por denegación de justicia, aquí ante la violación de una niña en Chaco, entre otros. Todos tienen un común denominador: el previo fracaso del Poder Judicial argentino. Porque si los tribunales del país aplicaran a su turno las normas de manera correcta, no habría sanción.

Muchos tópicos importantes están aún pendientes en el necesario proceso de democratización del Poder Judicial que comenzó a debatirse este año. El referido a la necesidad de que los jueces conozcan, internalicen y apliquen siempre todas las normas de derechos humanos está entre los primeros. Los 18 años transcurridos desde la reforma constitucional que introdujo los tratados internacionales es un tiempo suficiente para que esas normas integren la cultura jurídica de la magistratura en todos sus fueros e instancias y aparezcan en cada uno de sus pronunciamientos.

Exigir ese conocimiento y compromiso es un primer paso para que las víctimas sean menos, y cuando existan —porque la violación del derecho no pudo evitarse— para que el Estado las reconozca y repare, sin necesidad de sanciones que nos avergüenzan como sociedad.

Guillermo F. Torremare


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