LAS GRANDES MANIFESTACIONES DE JUNIO

Brasil enfrenta demandas de un nuevo tiempo

El movimiento, que tomó por sorpresa al sistema político, fue protagonizado por una generación de jóvenes que se ha beneficiado con los cambios económicos y sociales impulsados por los gobiernos de Lula y Dilma.

Brasil enfrenta demandas de un nuevo tiempo
El PT sabe que necesita renovarse, recuperar sus lazos con los movimientos sociales y dar nuevas soluciones, no paternalistas, para nuevos problemas.

Foto: Télam

Las grandes manifestaciones de junio —hoy más esporádicas en diversos puntos del país, sobre todo en Río de Janeiro y San Pablo— son en parte el resultado de diversos cambios sociales, exitosos en varias áreas económicas y políticas. En la última década, Brasil dobló el número de universitarios, muchos de origen muy pobre, y a la vez redujo fuertemente la miseria y la desigualdad. Son logros enormes, pero los jóvenes —especialmente los que lograron un trabajo estable, educación completa y acceso a la cultura que sus padres no tuvieron— exigen todavía más.

Esos jóvenes no vivieron la represión de la dictadura de 1964, los años de plomo de los ’70 ni la inflación de los ‘80 y poco saben de la recesión y la desocupación de los ‘90, que deprimió toda la vida social y cultural. Muchos adhieren a un anarquismo genérico, ideológico y apolítico. Otros se organizan en grupos de inspiración dudosa: Anonymus y Black Bloc, con componentes rabiosos anti-PT y anticomunistas. Vale recordar que las manifestaciones callejeras —muy diferentes de los “cacerolazos” de la clase media argentina— empezaron pacíficamente en San Pablo, hasta que el 17 de junio la policía militar atacó con violencia a periodistas y manifestantes, lo que generó protestas internacionales y sacó al periodismo de la neutralidad. “Manifestantes” suplió así a “vándalos”, un término peyorativo que sólo quedó para los actos de violencia localizada. El 18, sin embargo, grupos pequeños quemaron vehículos de la prensa e intentaron tomar la municipalidad. La policía sólo actuó tres horas después, cuando empezaron los saqueos de grupos más chicos y marginalizados a comercios del centro de San Pablo.

Los jóvenes de junio exigen servicios públicos de calidad. Millones de jóvenes de la reciente nueva clase media —llamada clase C— compraron su primer auto y conocieron un avión en los últimos tres años. El desarrollismo de Dilma expandió la industria automotriz y empeoró un transporte público totalmente ineficiente, algo visible a los ojos de los jóvenes. El crecimiento desordenado agravó una explosión urbana similar a la de China o la India. Vivir en las metrópolis brasileñas es muy difícil para los jóvenes, sobre todo los más pobres, que tardan de dos a cuatro horas diarias para llegar al trabajo, y otras tantas para volver a casa o ir al curso nocturno.

Pero los jóvenes no tienen sólo exigencias materiales concretas. Quieren otras, impalpables: acceso al ocio y la cultura, movilidad para los discapacitados, entre otras. Pero antes exigen instituciones transparentes, sin las distorsiones del actual sistema político-electoral de Brasil, anacrónico y que se niega —sea por derecha, y a veces también por la izquierda— a cualquier tipo de reforma. A eso quiso darle respuesta el plebiscito propuesto por Dilma.

La democracia popular no se hace en silencio y la sociedad democrática está siempre en constante cambio, para debatir y crear prioridades y desafíos; los jóvenes junistas exigen más luchas por más conquistas. Si un indio pudo ser presidente de Bolivia, en una democracia popular; si un negro es presidente de los Estados Unidos en una democracia autoritaria y conservadora; si un obrero y luego una mujer pudieron presidir el país, ¿por qué no profundizar más todavía el nivel de exigencias?

Pero la historia también muestra que, si el movimiento de masas empuja y los partidos callan, la solución se impone por la fuerza, con resultados desastrosos, que dan condiciones a dictaduras de derecha y a la persecución de las minorías. Sin partidos que reflejen a las varias clases, o a segmentos de ellas, no hay democracia. Los jóvenes en Brasil quieren votar cada cuatro años con más interacción directa y diaria en los municipios y estados; quieren ser parte de la elaboración de políticas públicas, dar opiniones sobre las decisiones que los afectan a diario.

En resumen, quieren ser oídos, y desafían a los líderes, y a las izquierdas. Esto exige nuevas formas de participación popular y comunicación con los movimientos sociales y fortalecer la relación con los líderes comunitarios y con los sectores no organizados, cuyas necesidades y ganas de participar no deben ser menos respetadas porque no tengan las formas tradicionales de organización y expresión.

El PT, que fue fundamental para modernizar y democratizar la política en los últimos 34 años, sabe que necesita renovarse, recuperar sus lazos con los movimientos sociales de base y dar nuevas soluciones para nuevos problemas, sin paternalizar a los jóvenes. Se le critica a Dilma desde el centro y desde la izquierda por responder rápido a las protestas, pero burocráticamente, con propuestas apresuradas que no cayeron bien y dejaron mal parados al gobierno y al PT.

Es bueno que los jóvenes no sean conformistas o apáticos sobre la vida pública. Hasta los que dicen que odian la política están empezando a participar. Los jóvenes de los años ‘60 y ‘70 crearon un partido para un país sin representantes obreras. Esa nueva política restauró la democracia, consolidó y aprovechó la estabilidad económica del real, y creó millones de puestos de trabajo. Incorporar 40 millones de trabajadores a la clase media —con departamento, auto y curso universitario— es resultado de este fenómeno. Hay mucho por hacer y es bueno que los jóvenes luchen por el cambio social exigiendo un ritmo más rápido.

La otra buena noticia es que la presidenta Dilma propuso un referéndum para promover la reforma política, y un compromiso nacional a favor de la educación, la salud y el transporte público; el gobierno federal ya empezó a entregar grandes volúmenes de recursos, así como un apoyo financiero y técnico fuerte a los estados y municipios. Al Congreso, sin embargo, le pareció que el Poder Ejecutivo le estaba pasando la bomba de los conflictos para que la desactivaran los partidos y no el propio gobierno.

El movimiento, que empezó en San Pablo como una simple resistencia al aumento del transporte y terminó en marchas sin precedentes en los últimos 20 años, tuvo resultados sorprendentes. Vamos a tratar de extraer algunas conclusiones iniciales, que son las que parecen más claras. La anulación del aumento a 30 centavos de real —que era el mínimo necesario según cálculos iniciales de las municipalidades de San Pablo y Río de Janeiro— fue una victoria del movimiento MPL (movimento passe livre) y sirvió como muestra de fuerza de las manifestaciones, sobre todo cuando ellas parten de núcleos de bases y además se apoyan en un reclamo justo.

La victoria remarca la idea de cómo las movilizaciones populares sensibilizan a la gente y sirven como un factor de fuerte presión sobre los gobiernos. Además, el movimiento levantó un tema clave en la lucha contra el neoliberalismo, que es la polarización entre lo público y lo privado; y abrió la discusión sobre quién debe financiar los costos de un servicio público esencial que no debe someterse a intereses privados con meros fines de ganancia para algunas pocas empresas, sean públicas o particulares.

La cancelación de los aumentos representa beneficios para los más pobres de la población, que son los que usan el transporte público. Pero esto es sólo la punta del iceberg: amplios sectores de la juventud no están cubiertos por las políticas de gobierno y hasta ahora no habían hallado formas propias de manifestarse en política. Esto puede ser una de las consecuencias de una movilización más permanente.

Los gobiernos de los estados más fuertes —San Pablo, Río de Janeiro, Minas Gerais, Paraná y Río Grande del Sur, y de sus capitales, todos de diferentes partidos, unos de derecha y otros más a la izquierda— mostraron gran dificultad para dialogar con las movilizaciones populares. O tomaron decisiones graves sin consultar a los interlocutores populares y luego, al encontrar resistencias, reafirmaron sus decisiones con discursos tecnocráticos acerca de la falta de recursos o de presupuesto, por ejemplo. Sólo después de más protestas y desgaste, tomaron algunas medidas más o menos correctas.

La cobertura de los medios de comunicación, por otro lado, también fue rechazada por los movimientos callejeros. Los viejos medios —TV Globo, Folha, Veja—, al principio se opusieron, como lo hacen con toda manifestación popular. Luego vieron que esta lucha podría desgastar al Gobierno, algo muy conveniente a los intereses que representan, y alentaron abiertamente las manifestaciones tratando de insertarles en su interpretación sus directrices editoriales contra el gobierno. Estos intentos de manipulación y manoseo fueron rechazados expresamente por los líderes del movimiento, a pesar del alto componente ideológico reaccionario de grandes sectores desorganizados e incluso, como se vio últimamente, en parte de los de los manifestantes más organizados. Hubo sorpresa en los gobiernos locales e incomprensión del potencial explosivo de las condiciones de vida urbana y de la falta de políticas de juventud por parte de una gestión nacional que nace de una coalición del PT y el viejo PMDB, un partido de caciques locales, que por ahora no desea el poder central, y que acompaña a todas las administraciones desde la redemocratización. Los cuerpos estudiantiles también fueron sorprendidos y estuvieron ausentes en los movimientos.

Durante las movilizaciones, los gobiernos de los estados y municipios —como ocurrió en San Pablo con Geraldo Alckmin, del PSDB, y el petista Fernando Haddad— estuvieron tentados a oponerse. La prensa tradicional, que hacía oídos sordos a las demandas populares, pasó de pronto a la exaltación acrítica del movimiento, como si éste tuviera proyectos muy claros para el futuro. Proyectando estas actitudes ambiguas del establishment sobre la izquierda, vemos que ambos extremos son equivocados. El movimiento nació de reclamos justos de parte de la juventud, en su real estado de conciencia y con todas las contradicciones de un movimiento de este tipo.

Lo correcto es estar en las manifestaciones y aprender del movimiento; actuar junto con él y ofrecer una conciencia más clara de sus objetivos, sus limitaciones, los problemas planteados y encarar el debate sobre su significado y cómo enfrentar sus consecuencias.

La importancia del movimiento será más clara con el tiempo. La derecha querrá usarlo por interés electoral inmediato, desesperada por una segunda vuelta en las elecciones presidenciales.

El desafío para la izquierda, los movimientos populares y gobiernos es entender las enseñanzas de la experiencia. No hay antecedentes tan complejos y novedosos. Tal vez, el mayor mérito es haber reintroducido la importancia política de la juventud y de las condiciones de vida sostenibles en el Brasil del siglo XXI.

Javier Villanueva

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